Arenales al 2200
Pluralitas non est ponenda sine necessitate
William of Ockham
La vio por
primera vez cuando buscaba una moneda de un peso, que resbaló del bolsillo de
un pantalón que había decidido no ponerse. Al doblar éste para guardarlo, el
círculo metálico se había deslizado silencioso hasta impactar el piso, había
descrito una curva muy abierta y rápidamente había desaparecido debajo de la
cama. Luego se escuchó el tintineo vertiginoso que acompañaba su lento
desplome. Con una mueca de desgano, se arrodilló y apoyó la sien derecha en el piso
mientras entrecerraba sus ojos para enfocar la vista y acostumbrarse a la
oscuridad bajo la cama. Al fondo, casi al otro lado, había una sandalia
femenina sobre la cual parecían llevar mil años acumulándose decenas de motas
de polvo parásitas. Cerca del centro, hacia la cabecera de la cama, un pequeño
destello plateado reveló el canto de la moneda que había decidido establecerse
en el punto más inaccesible de la incómoda gruta.
Pero
entonces, la vio. Una figura aproximadamente esférica de aspecto verdusco y radio
similar al de la moneda. Tenía una apariencia volátil, liviana, pero no parecía
una mota de polvo si tomaba como referencia las que había sobre la sandalia. Por
un momento, un engaño óptico la asemejó con un pequeño planeta sin estrella, oscuro
y errante en la eternidad del cosmos.
La alarma
del reloj interrumpió su observación y decidió que sacaría la moneda más tarde,
cuando regresara a casa. Al día siguiente la mucama limpiaría el departamento y
entonces él le recordaría su deber de limpiar el polvo bajo los muebles. Ahora
tenía que salir a trabajar y ya se empezaba a hacer tarde. Por fortuna, no iba
a necesitar la moneda fugitiva, porque el día anterior había conseguido cambiar
suficientes en el banco, como para pagar una semana de viaje en colectivo.
El día
transcurrió como cualquiera. Tomó el colectivo que en media hora lo llevó hasta
Plaza Constitución, luego treinta o cuarenta minutos en tren hasta Berazategui,
y después de la jornada laboral en la vieja fábrica, regresó a su domicilio antes
de las veinte y treinta, justo a tiempo para ver "Bailando por un Sueño",
sentado en la cabecera de su cama mientras devoraba un emparedado de milanesa
que había comprado en el camino. Esperaba que llegara Valeria, que andaba
últimamente muy ocupada, según ella. Pero no llegó ni llamó. Tampoco respondió
cuando la llamó al móvil. ¡Maldita sea!,
estaría histérica si fuera él. Extrañaba las "hembritas" de su país,
ahora que tanto había lidiado con estas "minitas" y sus hábitos. Por culpa
de ella estaba ahora idiotizado frente a la tele, viendo ese reality de porquería... por culpa de
ella, había perdido identidad y ahora hablaba como ella y tenía sus vicios. Pero
la necesitaba... empezó a escribir un mensaje de texto en el celular: Dejaste tus zapatos el otro día. Que sea una
excusa para que vengas. Pero decidió no enviarlo considerando la
posibilidad de que la sandalia no fuese de ella. A propósito de hábitos, ¡Qué ganas de fumarme un faso, che! Salió
al pequeño balcón a recibir un poco de brisa otoñal, un poco de frescura que caía
como un bálsamo ahora que finalizaba el verano. No pudo evitar pensar en el invierno,
que según pronosticaban, sería más crudo que el del año anterior. Nevó en Berazategui, recordó
desconsolado y sintió nostalgia de su país ecuatorial donde la primavera es
eterna. Eran las once y en la calle Arenales aún bullía el tráfico y la gente
que salía de los restaurantes pasaba conversando ruidosamente; algunos andaban
incluso con sus pequeños, como si fueran las cinco de la tarde. En los
edificios de enfrente se veían aún luces encendidas, siluetas difusas en las
cortinas y puntos rojos intensos en los balcones, que iluminaban los rostros de
otros fumadores. Le dio una chupada final al cigarrillo y con un latigazo del
dedo medio, lanzó despreocupadamente la colilla al aire. Vio el punto luminoso
describir su caída parabólica y estrellarse contra el pavimento generando un
pequeño chisporroteo veinte metros más abajo. Luego entró y se echó de espaldas
en la cama. ¡Malditos hábitos!.
Arrojar colillas a la calle tampoco había sido lo suyo, pero ahora lo hacía con
naturalidad.
Sin embargo
no había perdido todas las buenas costumbres. Limpiaba minuciosamente sus
dientes con hilo dental y cepillo y aunque al principio Valeria se mofaba,
terminó convirtiéndose en una fanática de la limpieza bucal, tanto que ahora él
tenía que comprar más hilo dental, que era algo escaso y además resultaba
costoso.
Así
cavilaba, cuando lo sobresaltó una pequeña escolopendra de unos cinco
centímetros y muy oscura que venía desde la entrada y se deslizaba por el suelo
rápidamente hacia la cama. Se sentó y sin bajar los pies agarró un zapato y
asestó un golpe que resultó fallido. El animalejo se escabulló debajo de la
cama en dirección a la cabecera y él quedó frío y tembloroso, con el zapato en
la mano. Seguramente padezco de
"Centipodofobia". Se armó de valor y bajó para mirar debajo de la
cama. Al apoyar la sien en el parqué sintió algo como un Déjà Vu, aunque de inmediato supo que no era tal, porque el evento
de la moneda prófuga había ocurrido efectivamente en la mañana. Entonces
recordó el destello del canto de la moneda, las motas de polvo, la sandalia
abandonada... y la cosa esférica, la extraña bola texturizada de color verde, o
quizá gris. Después de unos segundos su vista se acostumbró a la oscuridad. La
vio nuevamente y detrás de ella había otra, al parecer más pequeña. O tal vez
era la perspectiva. Le extrañó que no la hubiera visto en la mañana, pero tal
vez no había mirado el tiempo suficiente. Luego vio otra, y otra... en menos de
un minuto logró ver seis o siete esferas similares. La esfera parecía un
sistema planetario sin sol. Se sintió inmerso en la oscuridad y las esferas
parecieron muy grandes, cada vez más grandes y oscuras y al mismo tiempo él
cada vez más pequeño. Sintió un miedo inexplicable, como si de repente
estuviera absolutamente solo en la inmensidad del cosmos. Pero solo fue una
sensación momentánea y de nuevo vio el piso marrón bajo su mejilla. Y el piso
se oscurecía progresivamente hasta llegar a la negra zona donde habitaban las
misteriosas pelotitas, pequeñas otra vez.
Necesito Una linterna. El arrendatario
le había entregado una con el inventario del contrato. El corazón palpitaba con
fuerza y su respiración era agitada cuando regresó de la cocina. Se echó
nuevamente al piso y apuntó la luz hacia la zona oscura. De repente abrió mucho
los ojos y su primera reacción fue apagar la luz de la linterna. La mezcla de
emoción, miedo y curiosidad le revolvió el estómago. Luego encendió nuevamente
la luz, iluminó el lugar y miró detenidamente: había unas cincuenta bolas
esparcidas en un área equivalente a un tercio del área de la cama, la mayoría agrupadas
cerca de la cabecera. De color verde brillante, su textura ahora se asemejaba
más a pequeños cerebros de extraterrestres que a planetas hostiles y cuando una
de ellas se movió, o pareció moverse, ya no pudo soportar más y se levantó
lívido, pensando que esas cosas podrían estar vivas y tener malas intenciones.
Tuvo un momento de duda acerca de su propia salud mental, pero luego pensó que
tal vez el ciempiés en su alocada carrera habría golpeado la bola y eso
explicaría el breve movimiento. Pero no estaba satisfecho; el salvavidas de la
navaja de Ockham suele sucumbir al pavoroso poder del miedo y en su lugar
cobran sentido las pesadillas más absurdas que residen en el subconciente.
Empezó una
lucha interna para tomar una decisión: mover la cama y revelar la verdad a
riesgo de morir (el miedo es sarcástico y su humor, negro). O bien huir
despavorido de Argentina y refugiarse en el regazo de su madre, en donde esas
cosas no ocurren. Quizás sus razonamientos absurdos confirmaban su demencia,
pero atenuaron su miedo y una fuerza invisible le permitió levantarse del piso,
se acomodó al otro lado de la cama y empujó. La fuerza que aplicó inicialmente
desplazó el mueble solamente un centímetro. La
puta... cómo pesa. Apoyó uno de los pies desnudos en la base de la pared y
empezó a empujar de nuevo. En ese momento, la negra y alargada figura del
ciempiés salió de debajo de la cama y se dirigía veloz hacia el pie que tenía
apoyado. Sintió impotente un chillido ahogado escapando de su garganta y dio un
saltito afeminado sin poder controlar la caída, viendo con impotencia cómo el
animal quedaba bajo la planta del pie. El segundo chillido fue de asco y un
escalofrío lo recorrió desde el pie hasta la cerviz, mientras observaba
desconsolado, aunque aliviado, la mancha amarillenta que embadurnaba su pie y las
tripas del bicho dibujando líneas radiales en el piso. Tardó unos segundos en
reponerse al suceso, pero luego se limpió apresuradamente contra el suelo,
sintiendo aún frío en la espina dorsal y apoyando de nuevo el pie en la pared
empujó con fuerza como queriendo invocar de una vez, todas las calamidades que
le aguardaban esa noche.
La cama se
movió lo suficiente para dejar varias bolas al descubierto. Se quedó mirándolas
fijamente y tratando de explicar la apariencia que presentaban bajo la luz del foco. No eran
temibles, no parecían planetas ni diminutos cerebros verdes, pero eso no las
hacía menos extrañas. ¿Qué putas es esto?
Se inclinó y tomó una; era un ovillo de lana verde, brillante. Tomó un hilo y
tiró de él hasta que quedó separado del ovillo. Medía unos veinte centímetros y
comprobó que no era lana. ¿Hilo dental?
Su rostro estaba muy tenso; del miedo había pasado a la vergüenza y ahora
empezaba a experimentar cólera. Desprendió otro hilo y comprobó que tenía la
misma longitud. Al cabo de unos momentos el falso planeta estaba convertido en
veintisiete trozos iguales de hilo dental en apariencia intactos, aunque un
poco pálidos. Por su longitud resultaban casi inútiles para limpiar los dientes
y entonces se le ocurrió que sólo los podrían haber usado para una cosa. Con
una mueca de asco, se aventuró a probar uno y comprobó que no tenía sabor.
— Tienen
gustito a menta, — le había oído decir a Valeria a veces. La re mil puta que la parió.
Quedó
absorto un tiempo indefinido, con el corazón a punto de reventarle el pecho.
Luego reunió los ovillos en un montón.
Desde el balcón
del departamento contiguo, un vecino desconcertado escuchó un grito de naturaleza
indefinida y vio como el aire fresco de la noche era súbitamente surcado por
dos sandalias que giraban como hélices y aterrizaban en Arenales, ahora
solitaria y silenciosa. Detrás de ellas había quedado, como un rastro
radiactivo, una nubecilla verdusca e inexplicable, que bajaba lenta como un
diminuto paracaídas hasta perderse en la oscuridad.